Manuel Ayllón Gamarra / Director de Orange 360
Cuando mi hija de ocho años me dijo “papá, qué bueno que se fue Merino, que regrese Vizcarra”, quedé perplejo.
“¿De dónde sacaste eso?”, le pregunté, no porque yo sea “merinista” o “vizcarrista”, sino porque mi hija no ve ni escucha noticieros; apenas se conecta a Netflix para ver Titanes en Acción.
“Papá en TikTok todos dicen que Merino es malo y que Vizcarra debe regresar porque es el mejor presidente”, fue la respuesta sincera y espontánea de mi reina.
Por si fuera poco, me comentó detalladamente que todo su círculo, de entre siete y diez años de edad, eran de la misma opinión: Que se vaya Merino y que regrese Vizcarra. Algunos de sus amigos, más proactivos aún, postearon la pancarta “Merino No Me Representa” en sus fotos de perfil y/o muros.
No sé hasta qué punto tuvieron que ver los padres de los amigos de mi hija en la posición política de los pequeños —la tienen, aunque parezca increíble—, pero en lo que a mi respecta tuve que conversar con ella y explicarle objetivamente dos cosas: Que los poderes del Estado deben mantener un equilibrio perfecto y que en la red hay información correcta e incorrecta, y que lo mejor es indagar todo lo posible con fuentes confiables. Mi hija lo tiene ahora más claro que antes. (Siempre conversamos sobre los riesgos de la Internet y las redes sociales, pero nunca de política, y menos aún en espacios digitales).
Esta situación me hizo reflexionar sobre algo que yo había notado hace algunos años respecto a la evolución de las estrategias de comunicación del Ejecutivo y del Legislativo, al margen de si la relación entre ambos fue, es o será, buena o mala (me gustaría que sea buena, excelente, como a todo peruano, pero eso es materia de otro análisis).
Cuando inició la pandemia, el país, obligado por el aislamiento social, empezó a experimentar una aceleración digital muy grande. Negocios, instituciones públicas o privadas, colegios, hogares y personas en general se convirtieron en laboratorios e incrementaron considerablemente su cultura digital.
Sin embargo, en julio pasado, haciendo un trabajo de rutina, tuve que ingresar al web site del Congreso para bajar algunos proyectos de ley y fue impactante. Todo parecía haberse detenido en los noventa y ello me demostraba que no había mayor interés en invertir en nuevas formas de comunicación. ¿Puede una institución sostenerse confiablemente sin informar para qué sirve, qué hace y cuáles son los resultados históricos de su gestión?
Durante los gobiernos de Alan García (el segundo) y Ollanta Humala, el Ejecutivo dio algunos avances importantes en la transformación de su comunicación a través de plataformas digitales. Los ministerios y otros estamentos públicos empezaron no solo a potenciar sus sitios institucionales, sino también a conversar, aunque precariamente, con audiencias. Obviamente, enfrentando todas las dificultades que la burocracia estatal supone. Igual, hacer algo siempre es mejor que no hacer nada.
En el Gobierno de Ollanta se contrataron algunas consultorías en comunicación digital y en el de PPK (y luego Vizcarra) se hizo evidente el uso, con mucho énfasis, de recursos como bots, botnets y trolls para generar corrientes de opinión en algunas plataformas, y también la incursión en algunas redes más jóvenes como Instagram.
En la otra vereda, la del Congreso, no se evidenció nada que diga que institucionalmente existía el interés en mejorar su comunicación con las nuevas generaciones a través de las plataformas digitales. Por alguna razón el Congreso no ha invertido un sol en reconvertir su comunicación institucional, la cual ha quedado relegada a dos canales de TV y a lo que la prensa tradicional tenga a bien informar. Algunos congresistas y bancadas, con recursos propios, intentan moverse en el terreno digital pero completamente desconectados de la institución legislativa.
Todo esto le está pasando una factura muy grande al Congreso. A la crisis de credibilidad de los parlamentarios por razones obvias, se suma la desconexión total del Poder Legislativo con la gente, que cree mayoritariamente que el Parlamento no sirve para nada bueno.
Mientras algunos de los nuevos ministros de Merino intentaban explicar en señal abierta su plan de trabajo, los peruanos más jóvenes consumían masivamente contenidos en redes como Instagram y TikTok o en juegos en línea como Roblox, donde el sentir era uno solo: Que se vaya Merino y regrese Vizcarra. Millones de videos, animaciones, piezas gráficas y otros recursos, desarrollados artesanalmente por los mismos usuarios –sí, sin necesidad de creativos, expertos en video o diseñadores–, inundaron las plataformas digitales y generaron opinión.
Mientras TikTok y otras redes ardían, el “Tic Tac” de la bomba que finalmente se tumbó a Merino sonaba cada vez más fuerte. Me atrevería a decir que fue más fuerte que Black Lives Matter por la implicancia que tuvo: Demoler a un presidente.
Las recientes protestas han marcado un hito histórico en la vida de la república peruana, y sobre todo en la forma de comunicar. La lección es muy grande y debemos aprender de ella: La comunicación cambia y es fundamental que cambiemos con ella, todos, empresas, personas, instituciones y poderes del Estado. Si lo hacemos de manera profesional, invirtiendo en tecnología y talento de manera recurrente, mantendremos alejado de nuestros oídos ese “Tic Tac” que precede al bombazo destructivo.